Esther Ferreira Leonís
El invierno reivindica
que aún es su tiempo, impregnando con la blancura deslizante de sus estrellas
danzarinas la rutina, cuando la Cuaresmera se ha calzado ya sus siete semanas,
despertando el hormigueo de los semanasanteros.
Y así, Salamanca espera
en distancia cercana la semana de Pasión, avistando la siembra de palmas y cera
por sus calles, sintiendo el pálpito de cornetas y tambores, saboreando la
oración que en su piedra los siglos tallan.
No huele a azahar el
Lunes Santo; me embriaga el silencio que los cardos engarzan entre su pena seca
a los pies del Cristo de los Doctrinos. Y no es carrera oficial, pero es la
calle de las calles de Salamanca en Semana Santa, la calle de la Compañía,
antagónica su prestancia con la mayor de las soledades: el dolor de la Madre desmayado
en el manto de su amargura.
Las cruces van enhebrando
las hileras de hermanos universitarios que prometen silencio el Martes Santo. Las palabras se
engarañan porque se hiela de espanto el viento que la noche llora, cuando la
Madre interpela al dolor, dolor en el silencio del Hijo, silencio que viste de noche
a la Madre.
La puerta de Ramos se abre arrinconando la algarabía de bienvenida al
Amado. Nuestra mirada se apresura al interior de la Catedral Nueva, en la
inquietud alimentada por el incienso que va rindiendo su suspiro, para
mostrarnos el rostro sincero de la muerte, en el proemio del Jueves Santo. Es
el preciso momento del Hombre en su Agonía. Se anudan todas las culpas en la
garganta hasta romperse con el eco de las campanas en Anaya y altos los
capirotes elevan nuestros ojos donde resiste, en su quebranto, la pena; porque
reconocemos al Padre en el Hijo, a hombros de todos los hombres, que “Llorando a Mares” soportan todas las penas.
No tiene puerto el Tormes, pero navega en los faroles el alma de los
vecinos arrabaleros, cuando el Amor del Cristo es la brisa que pone rumbo hacia
Tentenecio, y su Paz la estela que una saeta deja en la soledad del puente,
hasta su regreso. Y por el barrio del Carmen, vienen los vecinos de las
casas rojas, uniéndose a los de Pizarrales; son gentes de los barrios de
Salamanca que arrebatan a la tarde el fulgor de su luz más clara, para entregárselo
a la Madre como incipiente brillo de la hora esperada; así, es Señora del
Silencio que lo arruga en su regazo, porque en el vacío de la muerte se
apresura el calor de la esperanza, en el calor de sus barrios.
Espero, Señor, a la lumbre del oro de las torres de Salamanca, tu
llegada. Te espero en todos tus nombres, en tus latigazos, en tus lágrimas, te
espero despojado, yacente y rescatado, espero tu perdón, tu misericordia, tu luz.
Y espero tu humildad, Padre, porque llegarás en un pollino y triunfarás en la
cruz.
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