¿Quién rellena la cabeza hueca de Barbie?

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Esther Ferreira Leonís

Ha regresado Barbie a mi vida. Ha reaparecido envuelta de la fama que por los aproximados ochenta ya cosechó en los carriles del consumismo, de la moda porque es la moda y, ¡venga!, a hacer caja.

Dicen que ha vuelto pero feminista…

Para mí siempre será la Barbie que me acompañó en la infancia y en lo que ahora es la preadolescencia, porque ya no es infancia. Mi Barbie apareció deslumbrante, con piernas inquietantes, porque solo se adivinaban bajo un vestido plagado de estrellas relucientes en la oscuridad, como no puede ser de otra manera, lejos de toda contaminación lumínica. Era un vestido de sueño imposible, de corte evasé a lo cenicienta triunfante, con su sombrilla trascendental para infundir aún más prestancia. Y sus zapatos de tacón… precisamente perfectos, porque sus pies son pies de tacón impostado.

Mi Barbie no tenía Ken, disfrutaba la suerte de haber encontrado al amor de su vida, un osito de peluche, fofucho, de un terciopelo asalmonado a la altura de un amor de elegancia divina, llamado Michu. Se llamaba Michu porque fue evidente que mi creatividad en bautizos no era exultante, así que acepté lo dispuesto en su tarjeta de identificación, adherida a una de sus costuras; así figuraba, con su correspondiente código de barras extranjero, pues Michu era italiano, llegó desde Roma en la maleta de mi tía, que se acordó de su sobrina recién estrenada, en su viaje de boda con mi tío el soltero, hasta entonces.

Mi Barbie tenía tres hijos, tres barriguitas sonrientes; dos de ellas, los mellizos, blancos, de impoluto rubio él y de enmarañado rubio ella, y la tercera, la pequeña, con su pelo astropajado en necesario acompañamiento a la caricia de ébano de su piel. No tenían nombre, otra vez por mi culpa que justificaba en que su felicidad delataba las raíces que bullían en su plástico materno, brillante siempre y en su redondita barriga, tan cómoda para los achuchones, como la de su padre; solo podían ser los hijos de Barbie y Michu, fruto del amor incondicional, “y se dieron con los huesos en las narices”.

Y no tenía su baño, ¡oh! ¡The Bathing Fun…! El baño de mi Barbie era the Lisa’s bathing. Lisa debía de ser su prima o guardar con ella otro parentesco, no muy lejano porque los genes delataban esa ligadura de la naturaleza plastiquil. Y por esa herencia de cromosomas X, Lisa tenía que usar peluca, tenía un gran surtido para afrontar cualquier situación: rizado rubio para ir a la piscina, liso castaño para salir a cenar con amigos, un recogido pelirrojo para ir de boda y hasta unos tirabuzones morados para disfrazarse de bruja en Halloween; porque Lisa era de Londres, según me comentó emocionada mi amiga Virginia, cuando la trajo a mi cumpleaños con otras cuantas mentiras más, porque Virginia era muy internacional y de imaginación tan enorme como su estatura. Lisa sufrió un accidente, grave, muy grave, hasta ser velada en el sofá de mi Barbie, que era un costurero rectangular con la tapa acolchada y un paisaje asturiano plasmado en su plástico eterno, porque mi tía Irene, la de Turón, siempre hacía regalos de calidad, para que el cariño quedara impreso para siempre, no solo en el alma, sino en el tiempo amenazante del olvido. Tuve que enterrarla en una bolsa de basura en la esquina de la calle Sarasate con Pinzones. ¿En qué se habría reciclado Lisa, si por entonces hubiera caído en un contenedor amarillo?

Mi Barbie era lo que yo quería que fuese, lo que yo absorbía de las vidas que me rodeaban: el amor de mis padres, la suerte de mi familia, la complicidad de mis amigos y la sabiduría de mis vecinos. Porque mi vecina tocaba el piano, mi Barbie tocaba el piano en sus ratos de ensanche; porque mi madre es maestra, mi Barbie era maestra y enseñaba Lengua; y salía a bailar con sus amigos y visitaba museos con su marido y sus tres hijos. Nunca cocinaba, porque su cocina en realidad era de la Chabel y no tenía coche, porque le encantaba coger el autobús con su amiga Nancy, quien soñaba ser algún día quien recorriera la ciudad al volante de aquella caja de cartón resucitada, que me dio el tendero de mi barrio, el señor Eladio.

Y hoy conducimos autobuses, aramos con el tractor y comandamos aviones, pero aún queda mucho cielo en el que igualar los sueños que todas las personas perseguimos, para no conformarnos con ser juezas de un tribunal, pero no del supremo… que así nos deja de momento la película…, la realidad.

 

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